Se suele asumir que los intelectuales
tienen poco o ningún poder político. Subidos en su privilegiada torre de
marfil, desconectados del mundo real, enredados en debates académicos
sin sentido sobre minucias, o flotando en las nubes abstrusas de la
teoría de altos vuelos, se suele retratar a los intelectuales como
separados de la realidad política e incapaces de tener cualquier impacto
significativo sobre ella. Pero la Agencia Central de Inteligencia (CIA)
piensa de otra forma.
De hecho, el organismo responsable de
planificar golpes de Estado, cometer asesinatos y manipular
clandestinamente a gobiernos extranjeros no solo cree en el poder de la
teoría, sino que asignó importantes recursos para mantener un grupo de
agentes secretos dedicados a estudiar a fondo lo que algunos consideran
la teoría más recóndita e intricada jamás producida. Un documento de investigación escrito en 1985
y que recientemente ha sido desclasificado y publicado con ligeras
adaptaciones, haciendo uso de la Ley de Libertad de Expresión, revela
que la CIA dispuso de agentes dedicados a estudiar las complejas e
influyentes teorías asociadas a los autores franceses Michel Foucault,
Jacques Lacan y Roland Barthes.
La imagen de unos espías estadounidenses
reuniéndose con asiduidad en cafés parisinos para estudiar y comparar
notas sobre los popes de la intelectualidad francesa puede chocar a
quienes asumen que este grupo de intelectuales eran lumbreras cuya
sobrenatural sofisticación no podría caer en una trampa tan vulgar, o
que, por el contrario, no eran sino charlatanes de retórica
incomprensible con poco o ningún impacto en el mundo real. Sin embargo,
no sorprenderá a quienes están familiarizados con la prolongada y
continua utilización de recursos de la CIA en la guerra cultural global,
incluyendo el respaldo a sus formas más vanguardistas, lo que ha
quedado bien documentado gracias a investigadores como Frances Stonor
Saunders, Giles Scott-Smith y Hugh Wilford (yo he realizado mi propia
contribución con el libro Radical History & the Politics os Art).
Thomas W. Braden, antiguo supervisor de
las actividades culturales de la CIA, explicaba el poder de la guerra
cultural de la agencia en un relato sincero y bien informado publicado
en 1967: “Recuerdo el inmenso placer que sentí cuando la Orquesta
Sinfónica de Boston [que contaba con el respaldo de la CIA] ganó más
elogios para EE.UU. en París de los que pudieran haber ganado John Foster Dulles [i] o
Dwight D. Eisenhower con cien discursos”. No se trataba, de ninguna
manera, de una operación liminal o sin importancia. De hecho, como
sostenía acertadamente Wilford, el Congreso para la Libertad Cultural
con sede en París, que posteriormente resultó ser una organización
tapadera de la CIA en tiempos de la Guerra Fría, fue uno de los
principales patrocinadores de la historia mundial y prestó apoyo a una
increíble gama de actividades artísticas e intelectuales. Contaba con
oficinas en 35 países, publicó docenas de prestigiosas revistas,
participaba en la industria editorial, organizó conferencias y
exposiciones artísticas de alto nivel, coordinaba actuaciones y
conciertos y proporcionó generosa financiación a diversos premios y
becas culturales, así como a organizaciones encubiertas como la
Fundación Farfield.
La agencia de inteligencia consideraba
que la cultura y la creación teórica eran armas cruciales del arsenal
global dirigido a perpetuar los intereses estadounidenses en todo el
mundo. El documento de investigación de 1985 recién publicado, titulado “Francia: la deserción de los intelectuales de izquierda”,
examina –indudablemente con el fin de manipularla– a la intelectualidad
francesa y el papel fundamental que desempeñaba en la configuración de
las tendencias que generan la línea política. El informe, a la vez que
sugería que en la historia de la intelectualidad francesa existía un
equilibrio ideológico relativo entre la izquierda y la derecha, destaca
el monopolio de la izquierda en la era inmediatamente posterior a la
Segunda Guerra Mundial –al que, como sabemos, se oponía de modo
furibundo la CIA– a causa del papel fundamental que jugaron los
comunistas en la resistencia al fascismo y que, en último término,
permitió ganar la guerra. Aunque la derecha estaba enormemente
desacreditada a causa de su contribución directa a los campos de
exterminio nazis, así como su agenda xenófoba, anti-igualitaria y
fascista (según las propias palabras de la CIA), los agentes secretos
anónimos que escribieron el borrador del informe resumen con palpable
regocijo el retorno de la derecha a partir de los inicios de la década
de los setenta.
Más concretamente, los guerreros
culturales clandestinos aplauden lo que consideran un movimiento doble
que contribuyó a que los intelectuales apartaran a Estados Unidos del
centro de sus críticas y las dirigieran a la Unión Soviética. Por parte
de la izquierda se produjo una desafección gradual hacia el estalinismo y
el marxismo, una progresiva retirada de los intelectuales radicales del
debate público y un alejamiento teórico del socialismo y del partido
socialista. Más hacia la derecha, los oportunistas ideológicos a los que
se denominaba Nuevos Filósofos y los intelectuales de la Nueva Derecha
lanzaron una campaña mediática descarada de difamación contra el
marxismo.
Mientras otros tentáculos de la
organización de espionaje de alcance mundial se dedicaban a derribar
gobiernos elegidos democráticamente, a proporcionar servicios de
inteligencia y financiación a dictadores fascistas y a apoyar
escuadrones de la muerte de extrema derecha, el escuadrón parisino de la
CIA recogía información sobre el giro hacia la derecha que estaba
teniendo lugar en el mundo y que beneficiaba directamente a la política
exterior de EE.UU. Los
intelectuales simpatizantes de la izquierda de la posguerra fueron
abiertamente críticos con el imperialismo estadounidense. La influencia
en los medios de comunicación que ejercía la crítica marxista sin pelos
en la lengua de Jean Paul Sartre y su notable papel –como fundador de Libération–
a la hora de revelar la identidad del responsable de la CIA en París y
de docenas de agentes encubiertos fue seguida de cerca por la Agencia y
considerada un grave problema.
Por el contrario, el ambiente
antisoviético y antimarxista de la emergente era neoliberal sirvió para
desviar el escrutinio público y proporcionó una excelente excusa para
las guerras sucias de la CIA, al “dificultar en extremo cualquier
oposición significativa de las élites intelectuales a las políticas
estadounidenses en América Central, por ejemplo”. Greg Grandin, uno de
los más destacados historiadores de Latinoamérica, resumió perfectamente
esta situación en su libro The Last Colonial Massacre (La última
masacre colonial): “Aparte de realizar intervenciones notoriamente
desastrosas y letales en Guatemala en 1954, República Dominicana en
1965, Chile en 1973 y El Salvador y Nicaragua en los ochenta, Estados
Unidos ha prestado apoyo financiero, material y moral silencioso y
continuo a estados terroristas asesinos y contrainsurgentes […] Pero la
enormidad de los crímenes de Stalin aseguraba que dichas historias
sórdidas, por muy convincentes, rigurosas o condenatorias que fueran, no
interfirieran en la fundación de una visión del mundo comprometida con
el papel ejemplar de Estados Unidos en la defensa de lo que ahora
conocemos como democracia”.
Este es el contexto en el que los
mandarines enmascarados elogian y apoyan la incesante crítica que una
nueva generación de pensadores antimarxistas como Bernard-Henri Levy,
André Glucksmann y Jean-François Revel desencadena contra “la última
camarilla de eruditos comunistas” (compuesta, según los agentes
anónimos, por Sartre, Barthes, Lacan y Louis Althuser). Dada la
inclinación izquierdista de aquellos antimarxistas en su juventud,
constituyen el modelo perfecto para construir las narrativas falaces que
fusionan una pretendida evolución política personal con el avance
continuo del tiempo, como si la vida individual y la historia fueran
simplemente una cuestión de “evolución” y de reconocer que la
transformación social igualitaria es algo del el pasado, personal e
histórico. Este derrotismo condescendiente y omnisciente no solo sirve
para desacreditar nuevos movimientos, particularmente aquellos liderados
por los jóvenes, sino que también caracteriza de forma errónea los
éxitos relativos de la represión contrarrevolucionaria como progreso
natural de historia.
Incluso teóricos no tan opuestos al
marxismo como estos intelectuales reaccionarios contribuyeron de modo
significativo a la atmósfera de desencanto hacia el igualitarismo
transformador, al alejamiento de la movilización social y al
“cuestionamiento crítico” desprovisto de puntos de vista radicales. Esto
es crucial para comprender la estrategia general de la CIA en sus
amplias y poderosas iniciativas para desmantelar a la izquierda cultural
en Europa y otros lugares. Reconociendo la dificultad de abolirla por
completo, la organización de espionaje más poderosa del mundo ha
pretendido apartar la cultura de izquierdas de las políticas
decididamente anticapitalistas y transformadoras y redirigirla hacia
posiciones reformistas de centro-izquierda, menos abiertamente críticas
con la política interna y la política exterior de Estados Unidos. En
realidad, tal y como ha demostrado minuciosamente Saunders, la Agencia
continuó las políticas del Congreso liderado por McCarthy en la
posguerra con el fin de apoyar y promover de manera directa aquellos
proyectos que desviaban a productores y consumidores de la izquierda
decididamente igualitaria. Amputando y desacreditando a esta última,
aspiraba también a fragmentar a la izquierda en general, dejando lo que
quedaba del centro-izquierda con un mínimo poder y apoyo público (y a la
vez potencialmente desacreditada a causa de su complicidad con la
política del poder de las derechas, un tema que continúa extendiéndose
como una plaga por los partidos institucionalizados de la izquierda).
Es en este contexto donde debemos situar
la afición de la agencia de inteligencia por las narrativas de
conversión y su profundo aprecio por los “marxistas reformados”, un leitmotiv
transversal al informe de investigación sobre los teóricos franceses.
“A la hora de socavar el marxismo –escriben los agentes infiltrados– son
aún más eficaces aquellos intelectuales convencidos, dispuestos a
aplicar la teoría marxista en las ciencias sociales, pero que acaban por
rechazar toda la tradición marxista”. Citan en particular la enorme
contribución realizada por la Escuela de los Annales, de historiografía y
estructuralismo –especialmente Claude Lévi-Strauss y Foucault– a la
“demolición crítica de la influencia marxista en las ciencias sociales”.
Foucault, a quien se refieren como “el pensador francés más profundo e
influyente”, es especialmente aplaudido por su elogio de los
intelectuales de la Nueva Derecha, cuando recuerda a los filósofos que
“la teoría social racionalista de la Ilustración y la era Revolucionaria
del siglo XVIII ha tenido consecuencias sangrientas”. Aunque sería un
error echar por tierra las políticas o los efectos políticos de
cualquiera basándose en una sola posición o resultado, el izquierdismo
antirrevolucionario de Foucault y su perpetuación del chantaje del Gulag
–es decir, la afirmación de que los movimientos expansivos radicales
que pretenden una profunda transformación social y cultural solo
resucitan la más peligrosa de las tradiciones– están perfectamente en
línea con las estrategias generales de guerra psicológica de la agencia
de espionaje.
La interpretación que realiza la CIA de
la obra teórica francesa debería servirnos para reconsiderar la
apariencia chic que ha acompañado gran parte de su recepción por el
mundo anglófono. Según una concepción estatista de la historia
progresiva (que por lo general permanece ciega a su teleología
implícita), la obra de figuras como Foucault, Derrida y otros teóricos
franceses de vanguardia suele asociarse intuitivamente a una crítica
profunda y sofisticada que presumiblemente va más allá de cualquier
relación con el socialismo, el marxismo o las tradiciones anarquistas.
No cabe duda y es preciso resaltar que el modo en que el mundo anglófono
acogió la obra de los teóricos franceses, como acertadamente ha
señalado John McCumber, tuvo importantes implicaciones políticas como
polo de resistencia a la falsa neutralidad política, las tecnicidades
cautelosas de la lógica y el lenguaje, o al conformismo ideológico puro
activo en las tradiciones de la filosofía anglo-americana apoyada por
[el senador] McCarthy. No obstante, las prácticas teóricas de aquellas
figuras que dieron la espalda a lo que Cornelius Castoriadis denominó la
tradición de la crítica radical –la resistencia anticapitalista y
antiimperialista– ciertamente contribuyeron al alejamiento ideológico de
la política transformadora. Según la propia agencia de espionaje, los
teóricos posmarxistas franceses contribuyeron directamente al programa
cultural de la CIA destinado a persuadir a la izquierda de inclinarse
hacia la derecha, al tiempo que desacreditaban el antiimperialismo y el
anticapitalismo, creando así un entorno intelectual en el cual sus
proyectos imperialistas pudieran medrar sin ser estorbados por un
escrutinio crítico serio por parte de la intelectualidad.
Como sabemos gracias a las
investigaciones realizadas sobre los programas de guerra psicológica de
la CIA, la organización no solo ha vigilado e intentado coaccionar a los
individuos, sino que siempre ha intentado comprender y transformar las
instituciones de producción y distribución cultural. De hecho, su
estudio sobre los teóricos franceses señala el papel estructural que
desempeñan las universidades, las editoriales y los medios de
comunicación en la formación y consolidación de un ethos político
colectivo. En las descripciones que, como el resto del documento,
deberían invitarnos a pensar críticamente sobre la actual situación
académica del mundo anglófono y otros lugares, los autores del informe
destacan cómo la precarización del trabajo académico contribuye al
aniquilamiento del izquierdismo radical. Si los izquierdistas
convencidos no podemos asegurarnos los medios materiales para
desarrollar nuestro trabajo, o si se nos obliga más o menos sutilmente a
ser conformistas para conseguir empleo, publicar nuestros escritos o
tener un público, las condiciones estructurales que permitan la
existencia de una comunidad izquierdista resuelta se ven debilitadas.
Otra de las herramientas utilizadas para conseguir este fin es la
profesionalización de la educación superior, que pretende transformar a
las personas en eslabones tecnocientíficos integrados en el aparato
capitalista, más que en ciudadanos autónomos con herramientas solventes
para la crítica social. Los mandarines teóricos de la CIA alaban, por
tanto, las iniciativas del gobierno francés por “presionar a los
estudiantes para que se decidan por estudios técnicos y empresariales”.
También señalan las contribuciones realizadas por las grandes casas
editoriales como Grasset, los medios de comunicación de masas y la moda
de la cultura americana para lograr una plataforma postsocialista y
antigualitaria.
¿Qué lecciones podemos extraer de este
informe, especialmente en el contexto político en que nos encontramos,
con su ataque continuo a la intelectualidad crítica? En primer lugar, el
informe debería servirnos para recordar convincentemente que si alguien
supone que los intelectuales no tienen ningún poder y que nuestras
orientaciones políticas carecen de importancia, la organización que se
ha convertido en uno de los agentes más poderosos del mundo
contemporáneo no lo ve así. La Agencia Central de Inteligencia, como su
nombre irónicamente sugiere, cree en el poder de la inteligencia y de la
teoría, algo que deberíamos tomarnos muy seriamente. Al presuponer
erróneamente que el trabajo intelectual sirve de poco o de nada en el
“mundo real”, no solo malinterpretamos las implicaciones prácticas del
trabajo teórico, sino que corremos el riesgo de hacer la vista gorda
ante proyectos políticos de los que fácilmente podemos convertirnos en
embajadores culturales involuntarios. Aunque es verdad que el
Estado-nación y el aparato cultural francés proporcionan a los
intelectuales una plataforma pública mucho más significativa que muchos
otros países, la obsesión de la CIA por cartografiar y manipular la
producción teórica y cultural en otros lugares debería servirnos a todos
como llamada de atención.
En segundo lugar, en la actualidad los
agentes del poder están particularmente interesados en cultivar una
intelectualidad cuya visión crítica esté atenuada o destruida por las
instituciones que los patrocinan basadas en intereses empresariales y
tecnocientíficos, que equipare las políticas de izquierda-derecha con lo
“anticientífico”, que relacione la ciencia con una pretendida –pero
falsa– neutralidad política, que promueva los medios de comunicación que
saturan las ondas hertzianas con cháchara conformista, aísle a los
izquierdistas convencidos de las principales instituciones académicas y
de los focos mediáticos y desacredite cualquier llamamiento al
igualitarismo radical y a la transformación ecológica. Idealmente,
intentan nutrir una cultura intelectual que, si es de izquierdas, esté
neutralizada, inmovilizada, apática y se muestre satisfecha con
apretones de manos derrotistas o con la crítica pasiva a la izquierda
radical movilizada. Esa es una de las razones por las que podemos
considerar a la oposición intelectual al izquierdismo radical, que
predomina en el mundo académico estadounidense, una postura política
peligrosa: ¿acaso no es cómplice directa de la agenda imperialista de la
CIA en todo el mundo?
En tercer lugar, para contrarrestar este
ataque institucional a la cultura del izquierdismo resolutivo, resulta
imperativo resistir la precarización y profesionalización de la
educación. Similar importancia tiene la creación de esferas pública que
posibiliten un debate realmente crítico y proporcionen una amplia
plataforma para aquellos que reconocen que otro mundo no solo es
posible, sino necesario. También necesitamos unirnos para contribuir a
la creación o el mayor desarrollo de medios de comunicación
alternativos, diferentes modelos de educación, instituciones
alternativas y colectivos radicales. Es vital promover precisamente
aquello que los combatientes culturales encubiertos pretenden destruir:
una cultura de izquierdismo radical con un marco institucional de apoyo,
un amplio respaldo público, una influencia mediática prevalente y un
amplio poder de movilización.
Por último, los intelectuales del mundo
deberíamos unirnos para reconocer y aprovechar nuestro poder con el fin
de hacer todo lo posible para desarrollar una crítica sistémica y
radical que sea tan igualitaria y ecológica como anticapitalista y
antiimperialista. Las posturas que uno defiende en el aula o
públicamente son importantes para establecer los términos del debate y
marcar el campo de posibilidades políticas. En oposición directa a la
estrategia cultural de fragmentación y polarización de la agencia
de espionaje, mediante la cual ha pretendido amputar y aislar a la
izquierda antiimperialista y anticapitalista, deberíamos, a la vez que
nos oponemos a las posiciones reformistas, federarnos y movilizarnos,
reconociendo la importancia de trabajar juntos –toda la izquierda, como
Keeanga-Yamahtta nos ha recordado recientemente– para cultivar una
intelectualidad verdaderamente crítica. En lugar de pregonar o lamentar
la impotencia de los intelectuales, deberíamos utilizar la aptitud para
decir la verdad a los poderosos, trabajando juntos y movilizando nuestra
capacidad de crear colectivamente las instituciones necesarias para un
mundo de izquierdismo cultural. Porque solo en un mundo así, y en las
cámaras de resonancia de inteligencia crítica que provoque, será posible
que las verdades expresadas sean realmente escuchadas y se produzca el
cambio de las estructuras de poder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario