En
los primeros años del siglo XX, Inglaterra estaba a la cabeza del mundo. Se
había erigido sobre un poderoso imperio y había impuesto sus condiciones a
buena parte del mundo colonizado, desde la pobre Jamaica, hasta Canadá y
Australia, así como el territorio que después constituiría los Estados Unidos,
a partir de sus originales trece colonias. Podemos afirmar que ese país fue uno
de los más beneficiados por la Ley del Desarrollo Desigual. En 1640 había
iniciado la primera Revolución Social Burguesa.
Desde
antes de Coubertin, allí se dieron las condiciones objetivas y subjetivas para
dar un vuelco en el movimiento deportivo mundial. No fue casual que el
restaurador de los Juegos Olímpicos eligiera como su paradigma al célebre
profesor Thomas Arnold, del colegio de Rugby, como hemos visto anteriormente.
La Inglaterra del siglo XIX es la cuna del deporte organizado moderno y del
amateurismo, erigido sobre la base de un sistema que preconizaba la educación
del gentleman.
Londres
es la capital de Inglaterra (Reino Unido de la Gran Bretaña), y está situada a
la orilla del río Támesis. En 1908 tenía poco más de un millón de habitantes,
con numerosas industrias activas. Carlos Marx escogió ese país para sus
investigaciones sociales y allí escribió El Capital. Es una ciudad de hermosos
palacios como el de Saint James y el de Buckingham, importantes museos como el
British Museum y la National Gallery. Centro económico, financiero e
intelectual, importante, con un puerto en la desembocadura del Támesis que está
entre los más grandes del mundo.
Roma
iba a ser la sede de los IV Juegos, pero una erupción del Vesubio y graves problemas
sociales y económicos decidieron su renuncia en 1907. Con escaso margen de
tiempo, pero con gran entusiasmo, Londres se hizo cargo de la organización. En
la cuarta experiencia moderna, volvió a aflorar con esperanzadores augurios, la
concepción olímpica del festival.
Aunque
Coubertin dudó para conceder la sede a Londres por las contradicciones del
amateurismo en los Juegos, es indudable que otorgar este derecho a los padres
del Deporte Moderno, fue una justa y necesaria decisión. Volvió a imponerse la
costumbre de hacer coincidir los Juegos con Exposiciones o Ferias Universales.
En este caso, la Franco-Británica.
Aquellos
Juegos se recuerdan por muchas cosas. Fueron un balón de oxígeno para el
Olimpismo, después de los fracasos -en términos organizativos- de París 1900 y
Saint Louis 1904. Se desarrollaron del 13 de julio al 29 de octubre, con récord
de 2 034 atletas de 22 países. Se compitió en 21 deportes, con una pobre
representación femenina (solo 26), aunque recordemos que en los primeros
Juegos, por decisión de Coubertin, no pudieron competir.
Los
ingleses construyeron el majestuoso estadio White City, con la innovación de
una piscina dentro de la pista, por fuera el velódromo y después las
gradas. Allí se celebraron competencias de tres deportes, con sus respectivas
modalidades. Aquel monumento arquitectónico, inaugurado por el rey Eduardo VII
de Inglaterra, el 27 de abril de 1908, fue demolido en 1985 para construir un
complejo de oficinas.
Los
organizadores ingleses no permitieron árbitros de ningún otro país, lo que
trajo no pocos problemas. Coubertin tuvo que intervenir para evitar rozamientos
fuertes entre ingleses y norteamericanos, que se disputaron la mayoría de las
medallas. Al final, los británicos se impusieron. A partir de allí las
Federaciones Deportivas Internacionales tomaron cartas en el asunto, designando
con suficiente tiempo de antelación a los jueces y oficiales, con
representación internacional.
En
la capital británica se exacerbaron dos temas que llegan hasta nuestros días:
la lucha contra el uso de estimulantes (doping) y la polémica amateurismo vs.
profesionalismo. En la actualidad, la lucha contra el doping es fuerte. No
sucede igual con los -por nosotros- llamados deportes profesionales puros y sus
organizaciones.
En
Londres 1908 se efectuó el primer Juramento Olímpico, retomando las costumbres
de los antiguos griegos, así como el primer desfile de los participantes, que
dieron colorido al magno evento.
En
el plano competitivo no hubo grandes proezas. Ray Ewry, El Hombre Goma, obtuvo
otras dos medallas de oro, en su tercera competencia olímpica. Fue el primero
en alcanzar ocho títulos.
En
Londres 1908 se destacaría por primera vez, el tirador sueco Oscar Swahn
(1847-1927), quien llegaría a conquistar seis medallas, de ellas tres de oro,
entre los Juegos de 1908 y 1920. Su hermano Alfred también se impuso con un
total de 86 puntos.
Es
el campeón olímpico de más edad de la historia, pues tenía 64 años cuando ganó
una medalla de oro en Estocolmo 1912. También es el medallista de más edad,
pues ganó una medalla de plata en Amberes 1920, cuando tenía 72 años. Y es
además el participante de más edad que haya competido en unos Juegos Olímpicos.
En su primera participación olímpica, en los Juegos de Londres 1908, con 60
años, ganó dos medallas de oro en "ciervo móvil - disparo simple",
tanto en la prueba individual como en la de equipos. Además ganó el bronce en
la prueba individual de "ciervo móvil - doble disparo". En ese
momento no era el campeón olímpico más viejo, pues tenía un año menos que el
británico Joshua Millner, campeón en esos mismos juegos con 61 años en la
prueba de "rifle a 1000 yardas.
Otro
atleta que alcanzaría fama universal, resultó el británico Charles H. Bartlett,
con su medalla de oro en ciclismo, en la modalidad de 100 Km. Su entrada a la
meta con tiempo de 2: 41: 48.6, provocó el clamor popular, pues la calidad del
ciclismo estuvo en manos de los británicos por varios años. Bartlett sería el
primero y más importante ciclista del Reino Unido de la Gran Bretaña.
Un
hecho pasó a la historia sobre los demás. El italiano Dorando Petri, pequeño,
fuerte y bigotudo, arrancó en la punta de la maratón y se mantuvo hasta que
llegó al estadio en la última vuelta, pero no soportó la fatiga, vencido a unos
pasos de la meta. El público, enardecido, gritaba a viva voz dándole ánimos a
quien se batía consigo mismo para conseguir la medalla de oro.
Sus
piernas sin respuestas, necesitaron la ayuda de algunos aficionados, entre los
que se encontraba -dato curioso- Sir Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock
Holmes. Después de Petri entró el norteamericano Johnny Hayes, quien protestó
la forma en que había llegado el italiano. Y Hayes, con justicia, fue declarado
vencedor.
La
historia olímpica olvidó rápido su nombre -aunque ganó en buena lid-, pero la
voluntad de Dorando Petri quedó como ejemplo del ideal olímpico. La reina
Alejandra le otorgó una copa de oro al italiano, en reconocimiento a su valor y
popularidad. Así trataba de calmar el dolor de aquel atleta que terminó en el
hospital, sin abandonar voluntariamente la carrera.
Como
el resto de los países de América Latina, Cuba estuvo ausente en esta edición
olímpica.
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