Tomado de :''Cuba por Siempre''
Los periodistas de todo el mundo tenemos una gran coincidencia: un arsenal de gavetas. Antes de la llegada de Barack Obama a
la Habana, hace un año, abrimos una de ellas: Calvin Coolidge. Sí,
porque frente a la histórica visita del ya expresidente estadounidense a
la Isla rebelde, hace justamente doce meses, todos parecimos descubrir
al mismo tiempo que un homólogo suyo había estado en Cuba 88 años antes, es decir, en enero de 1928.
Entonces se insistió en un supuesto contraste: el inefable Coolidge,
un tipo que, según dicen, apenas hablaba y desde la escuela primaria
había suspendido sin remedio la “asignatura” de la sonrisa, llegó en un
buque de guerra —en realidad su séquito ocupó ocho navíos—; mientras que
Obama, todo un experto en la compleja fórmula de la simpatía, llegó en
un avión de otro mundo pintado con dos de los colores más tranquilos que
se conocen: blanco y azul.
¿Cuántos pensaron que a bordo de esa aeronave se han decidido,
planificado o avalado varios de los conflictos más sangrientos de los
últimos años? Quizás no muchos pero, pasadas la “medianoche y las
campanadas del baile” de su estadía, no quedaron dudas de que el Premio Nobel de la Paz vino a Cuba con una agenda de guerra.
Claro, lo suyo es la guerra con anestésico, la simbólica. En La
Habana, el político demócrata lució todo su poderío al respecto: cada
sonrisa, cada palabra, cada pose fotográfica, cada intercambio
“informal” fue una tesis de grado. Barack Obama vino a Cuba
particularmente armado de destornilladores, en un intento de desmontar
una historia nacional que ha sido —y él lo entendió como ninguno de sus
antecesores y como, evidentemente, jamás entenderá Donald Trump— el “portaamores” blindado de la Revolución.
El acercamiento a códigos que propician la empatía con los cubanos
—la pelota, los paladares, el humor, el lenguaje…— fue quizás la seña
más evidente de que el contraste realmente con su lejano antecesor era
inverso, porque el bueno de Obama cumplía un objetivo mucho más serio
que el del amargado Coolidge, el hombre que 88 años antes había
encabezado una comitiva alegre que, tras una concienzuda cata caribeña,
regresó a casa con un buen alijo de rones cubanos en plena época de ley
seca.
Pero sigamos con Obama, quien trajo en su recetario pastillas de
olvido, especialmente recomendadas a los jóvenes, al sector académico,
los trabajadores por cuenta propia, los religiosos… Esta pudiera ser la
metáfora de su método: si se desancla un buque, se le crea una tormenta y
se marea a la tripulación, difícilmente llegue al lugar que había
previsto.
El visitante tuvo el cuidado de citar a un Martí con pinzas, sabedor
de que el cubano más grande —que en su tiempo nos alertó, también, de
los Obama del futuro— podía fulminarlo desde la línea más breve, pero en
más de un momento se quitó los guantes blancos y criticó, presionó y
llamó a la amnesia a un pueblo que se ha levantado hasta lo que es a
fuerza de la memoria.
Ese Obama sin guantes fue el que el 19 de diciembre de 2014, apenas
dos días después de haber hecho simultáneamente con el presidente Raúl Castro
el anuncio del proceso de restablecimiento de relaciones, camino a la
normalización de los vínculos bilaterales, afirmó a periodistas, en su
país, que “vamos a estar en mejores condiciones, creo, de realmente
ejercer alguna influencia, y quizás entonces utilizar tanto zanahorias
como palos”.
Fidel Castro —que siempre estuvo varias páginas delante que él, y que
todos, en el libro de la historia— había advertido en diciembre de 2008
que “con Obama se puede conversar donde lo desee, ya que no somos
predicadores de la violencia y de la guerra. Debe recordársele que la
teoría de la zanahoria y el garrote no tendrá vigencia en nuestro país”.
Porque, ¿quién no lo sabe?, Fidel Castro hizo en medio siglo que las
zanahorias y los garrotes estadounidenses destinados a Cuba fueran
usados finalmente allá, en su tierra de origen, para otras cosas.
La visita a Cuba fue otra evidencia. Obama trabajó intensamente por
su legado y por fortalecer la posición mundial de un imperio muy
agrietado; no trabajó por los cubanos. La guerra soterrada que ahora
mismo le enfrenta con su egocéntrico sucesor es un conflicto de figuras,
más que un contraste de estadistas. Nunca pasado y, como dice un
personaje del imaginario cubano, “habría que verlo”: la cúpula de poder
de la Casa Blanca no quiere a sus vecinos, mucho menos al más
contestatario.
La doctrina Obama se centró —y Cuba le pareció un campo de pruebas inigualable— en el leading from behind,
proyecto dirigido a lograr el cambio que quiere el poderoso, con las
acciones del propio agredido que, para colmo, cree actuar por su propia
voluntad y con sus propias ideas. Los cubanos usaríamos par de refranes
para traducirlo: el que empuja no se da golpe o la gatica de María
Ramos, que tira la piedra y esconde la mano.
Planes y nombrecillos curiosos a un lado, lo cierto es que, un año
después, mucho de que lo que ofreció Obama pende de la firma o el borrón
de su sucesor, mientras Cuba y su proyecto están en la misma altura. Ya
en su momento —aquellos días de tanta prensa ajena, en marzo de 2016—
el reconocido periodista norteamericano John Lee Anderson dijo que, con
el recibimiento a Obama, en Cuba prevalecía la Revolución. Doce meses no
hicieron más que dar la razón a ese colega.
Ciertamente, Cuba está serena de cara al relevo de dirección que
decidió por sí misma, sin ayuda de Washington, para dentro de once
meses. Y de la mañana a la noche, pese a un bloqueo que la sonrisa de
Obama no desarticuló, la vida continúa entre escuelas gratuitas, salud a
la mano, ciencia y conciencia, trabajo asegurado y acierto, error,
acierto…, que son las bases de todo experimento de progreso.
No… ese Obama “el bueno”, como llegó a definirlo en un texto bordado con manos de guerrillero el líder Fidel Castro,
no va a tumbar nada en Cuba. No es el Mijaíl Gorbachov que, según los
demasiado crédulos, dejó tal onda expansiva con su visita a Berlín, en
1989, que a poco de su regreso a una URSS que no lo era, el muro “cayó”
vencido.
Ciertamente, ese Obama es el mismo que, tras las nubes de su Air
Force Number One, dejó tales turbulencias que, al cabo, se produjeron
“árabes primaveras”. Pero la que es distinta es Cuba, un país que cree
apenas en tres estaciones: lluvia, seca y… Revolución.
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