viernes, 20 de mayo de 2016

¿Quién es el señor de mustache?


Se me hace difícil platicarles sobre José Martí en el 121 aniversario de su caída en combate. Qué puedo añadir que no se haya dicho ya, qué faceta suya elogiar sin caer en lugares comunes.
Hace una semana visité por primera vez la casa natal del apóstol, sita en la avenida de Paula de la vieja Habana. Vi de cerca la trenza que le recortaron a Pepe a la edad de cuatro años. Ha perdido el color castaño con el tiempo. Son hebras rubias ahora, casi blancas.

En uno de los paneles del inmueble, descansa el esqueleto de un violín que le obsequiara Martí al hijo de un compañero. En la pared del piso bajo los museógrafos colocaron una fotografía donde aparece cargando a su niño José Francisco. La dicha del padre no cabe dentro del cuadro y termina por contagiarla a una, que los mira desde otro siglo y también se sonríe.
Los objetos, como las casas, cuentan la historia del hombre, hablan de su carácter. Reparo en par de escritorios que alguien rescató de España, de Nueva York, de tantos sitios donde vivió José Julián. En estos muebles concibió escenas que no envejecen, que hacen temblar al lector moderno, crónicas maestras como El terremoto de Charleston y Un drama Terrible (sobre el asesinato de los obreros mártires de Chicago).
Dicen que los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, se quedaban lelos escuchándole hablar de Cuba y de sus sueños de independencia. A veces no entendían las metáforas del discurso y les bastaba mirar los ademanes del poeta delgadísimo, las chispas de sus ojos almendrados, "sus manos de místico, de mártir y de redentor"
El general Enrique Collazo, quien por un momento polemizara con Martí desde la prensa, aprendió a admirarlo. Así escribió en la publicación Cuba Independiente sobre su antiguo rival:
"Cuando todos desmayaban, Martí levantó de nuevo el pabellón; de un grupo de cubanos dispersos en la emigración, creó un pueblo entusiasta, y dio vida a la nueva Revolución (...) Había viajado mucho, conocía el mundo y los hombres; siendo excesivamente irascible y absolutista, dominaba siempre su carácter, convirtiéndose en un hombre amable, cariñoso y atento, dispuesto siempre a sufrir por los demás, apoyo del débil, maestro del ignorante, protector y padre generoso de los que sufrían; aristócrata por sus gustos, hábitos y costumbres.
"Subía y bajaba escaleras como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin baúl y sin ropa; dormía en el hotel más cercano del punto donde lo cogía el sueño; comía donde fuera mejor y más barato; ordenaba una comida como nadie; comía poco o casi nada (...) Era un hombre de gran corazón que necesitaba un rincón donde querer y ser querido. Tratándole se le cobraba cariño, a pesar de ser extraordinariamente absorbente. Era la única persona que representaba a la Revolución naciente; los demás eran instrumentos que él movía (...) Martí lo era todo, y ese fue su error, pues por más que se multiplicaba era imposible que lo hiciera todo él solo. Dormía poco, comía menos y se movía mucho; y sin embargo, el tiempo le era corto".
Mi prima, residente en Tampa, vino de vacaciones a Cuba con seis años y preguntó quién era el señor blanquito, "el señor de mustache" (bigote) que había en todas las escuelas. Entonces nos tocó describirle, como en un cuento, las hazañas de Pepe, las calles de la Habana colonial con sus carruajes, bodegones, miserias, hombres de corbata y leontina. Le hablamos también de la Patria, ese sitio virtual que puede encogerse, guardarse en un pomito de penicilina, en un papel, en el bolsillo y viajar contigo a donde quiera que te lleven tus pasos.

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