Se
me hace difícil platicarles sobre José Martí en el 121 aniversario
de su caída en combate. Qué puedo añadir que no se haya dicho ya, qué faceta
suya elogiar sin caer en lugares comunes.
Hace
una semana visité por primera vez la casa natal del apóstol, sita en la avenida
de Paula de la vieja Habana. Vi de cerca la trenza que le recortaron a Pepe a
la edad de cuatro años. Ha perdido el color castaño con el tiempo. Son hebras
rubias ahora, casi blancas.
En
uno de los paneles del inmueble, descansa el esqueleto de un violín que le
obsequiara Martí al hijo de un compañero. En la pared del piso bajo los
museógrafos colocaron una fotografía donde aparece cargando a su niño José
Francisco. La dicha del padre no cabe dentro del cuadro y termina por
contagiarla a una, que los mira desde otro siglo y también se sonríe.
Los
objetos, como las casas, cuentan la historia del hombre, hablan de su carácter.
Reparo en par de escritorios que alguien rescató de España, de Nueva York, de
tantos sitios donde vivió José Julián. En estos muebles concibió escenas que no
envejecen, que hacen temblar al lector moderno, crónicas maestras como El terremoto
de Charleston y Un drama Terrible (sobre el asesinato de los obreros mártires
de Chicago).
Dicen
que los tabaqueros de Tampa y Cayo Hueso, se quedaban lelos escuchándole hablar
de Cuba y de sus sueños de independencia. A veces no entendían las metáforas
del discurso y les bastaba mirar los ademanes del poeta delgadísimo, las
chispas de sus ojos almendrados, "sus manos de místico, de mártir y de
redentor"
El
general Enrique Collazo, quien por un momento polemizara con Martí desde la
prensa, aprendió a admirarlo. Así escribió en la publicación Cuba Independiente
sobre su antiguo rival:
"Cuando
todos desmayaban, Martí levantó de nuevo el pabellón; de un grupo de cubanos
dispersos en la emigración, creó un pueblo entusiasta, y dio vida a la nueva Revolución
(...) Había viajado mucho, conocía el mundo y los hombres; siendo excesivamente
irascible y absolutista, dominaba siempre su carácter, convirtiéndose en un
hombre amable, cariñoso y atento, dispuesto siempre a sufrir por los demás,
apoyo del débil, maestro del ignorante, protector y padre generoso de los que
sufrían; aristócrata por sus gustos, hábitos y costumbres.
"Subía
y bajaba escaleras como quien no tiene pulmones. Vivía errante, sin casa, sin
baúl y sin ropa; dormía en el hotel más cercano del punto donde lo cogía el
sueño; comía donde fuera mejor y más barato; ordenaba una comida como nadie;
comía poco o casi nada (...) Era un hombre de gran corazón que necesitaba un
rincón donde querer y ser querido. Tratándole se le cobraba cariño, a pesar de
ser extraordinariamente absorbente. Era la única persona que representaba a la
Revolución naciente; los demás eran instrumentos que él movía (...) Martí lo
era todo, y ese fue su error, pues por más que se multiplicaba era imposible
que lo hiciera todo él solo. Dormía poco, comía menos y se movía mucho; y sin
embargo, el tiempo le era corto".
Mi
prima, residente en Tampa, vino de vacaciones a Cuba con seis años y preguntó
quién era el señor blanquito, "el señor de mustache" (bigote) que
había en todas las escuelas. Entonces nos tocó describirle, como en un cuento,
las hazañas de Pepe, las calles de la Habana colonial con sus carruajes,
bodegones, miserias, hombres de corbata y leontina. Le hablamos también de la
Patria, ese sitio virtual que puede encogerse, guardarse en un pomito de
penicilina, en un papel, en el bolsillo y viajar contigo a donde quiera que te
lleven tus pasos.
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