Para
cualquier visitante, tocar hoy en cada aldaba de Yaguajay equivale a sentarse
en el taburete para atrapar en el viento las leyendas sobre el Señor de la
Vanguardia, a 50 años de su desaparición física.
Hasta
las jóvenes generaciones sorprenden cuando explican el significado de cada
barrio o sendero del itinerario del héroe.
El
fenómeno se relaciona con el análisis sociológico. Los habitantes del
territorio no reproducen esquemáticamente las crónicas de empolvados libros; se
apropian de los hechos para devolvernos a un Camilo consanguíneo, enriquecido
por la oralidad y las licencias del mito.
En
cada batey una jarana.
Camilo
tal vez no nació para la violencia. Su destino nunca vino dictado por el
temperamento, ni por el deseo de trascendencia. Probablemente las
circunstancias le obligaron a moldearse a sí mismo como guerrero.
Tal
vez por lo anterior las fronteras del cubano común y del líder guerrillero se
mezclan en Yaguajay, cuando en Meneses personas como el octogenario José Luis
Rodríguez Carrillo, uno de los combatientes que seleccionó el sitio del primer
campamento de la Columna 2 en territorio villareño, relata cómo el Comandante
se ganaba a su gente.
«Una
vez en Jobo Rosado un viejito de la zona observaba con atención a Camilo, quien
conversaba con la tropa. El Comandante le dijo en broma que lo ayudara a
trasladar, desde la costa hasta el campamento, un barco con armas que mandaba
Fidel. Aquel abuelo se estiró y le respondió: Con cinco yuntas de bueyes yo le
resuelvo ese problema».
«En
otra oportunidad apareció un muchacho hambriento con cierto retardo mental y
Camilo le dio muchísima comida. El tipo comió salvajemente, pero al levantarse
se le escapó un viento. El jefe soltó una carcajada y le dijo a William Gálvez,
quien sí permanecía muy serio: “Mira, tu nuevo soldado me embarró el bigote”».
La
jocosidad del Señor de la Vanguardia bautizó al combatiente Luis Manuel
González Castro: «Félix Torres primero le presentó a mi hermano, a quien le
decían Cheo Matojo. Entonces Camilo saltó y dijo: “Si tu hermano es Matojo, tú
serás Manigua”. El apodo pasó también a mi hijo y a mi nieto».
Responsabilidades
entre carcajadas
Como
evidencian los testimonios, Camilo conquistaba la benevolencia de sus
subordinados, pero también podía ser fulminante ante las irresponsabilidades.
Esa fórmula personal no debe pasarse por alto hoy, cuando el cubaneo afecta a
muchos a la hora de desempeñar con calidad sus respectivas funciones sociales.
La
carcajada y la exigencia posiblemente garantizaron a Camilo sus éxitos como uno
de los líderes rebeldes encargados de conducir la Invasión a Occidente. Así lo
corrobora Reimundo Ronchela Hernández cuando afirma que el Comandante solía ser
enérgico. «En el combate de Yaguajay andaba como rehilete. “Este es tu mamá y
tu papá, no lo vayas a soltar”, decía, refiriéndose a las armas». El veterano
recuerda cuando el líder le entregó su primer fusil Springfield, mientras las
lágrimas delatan su nostalgia.
Todavía
en la barriada yaguajayense del antiguo Central Narcisa, donde vive Ronchela,
se cuenta cómo el Comandante sacó prácticamente de abajo de la cama a quienes,
por miedo, le negaron ayuda durante la construcción del Dragón o lanzallamas
blindado. Sin embargo, cuando entraba al batey, todos lo abrazaban.
Neida
Nieto Sánchez, en Las Llanadas, narra la misión más difícil de su vida:
acompañar a su madrastra Elena Cabrera para trasladar hasta Santa Clara el
primer mensaje de Camilo a Fidel con todos los pormenores de la Invasión.
«En
mi casa los columnistas tomaron el primer café al entrar en esta zona. Camilo
nos contó que durante el camino se habían tenido que comer un caballo crudo,
por el acoso del enemigo. Debido a la confianza depositada en la familia, la
esposa de mi papá fue elegida para trasladar hasta Santa Clara uno de los
primeros mensajes a Fidel desde el norte de Las Villas.
«Por
seguridad debimos esconder la carta dentro de la ropa íntima. Eran días
revueltos. Por momentos temimos, pero no importaba. Lo había pedido Camilo».
Otras
huellas del líder nos llegan en historias como aquella de la escuela ofrecida a
los niños en Meneses; también mediante el recuerdo de la señora que tejió una
manta para el Comandante, o en las anécdotas sobre Rosalba, la novia que el
rebelde enamoraba detrás del varentierra. Todas aparecen como relatos simples
que lo inmortalizan.
Hombres
así solo alcanzan el justo altar gracias a las sonrisas de gente como aquella
joven guajirita que no dudó en mostrar al forastero su templo favorito en el
pueblo: la derruida casona en Iguará donde el Señor de la Vanguardia habló a
los lugareños.
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