Te levantas temprano. Descubres que tu energía ausente ha
vuelto. Tienes ganas de salir y solventar las cosas pendientes. Fuera te espera
la calle, repleta de gente desconocida, pero igual a ti por deseosa de
"resolver", de tachar sueños y necesidades de esa gran lista
invisible que, a pesar de las negaciones, todos tenemos.
Vistes con premura. Desayunas con un pie en la acera,
porque piensas que hoy es el día. En la parada encuentras la misma aglomeración
de aromas, costumbres, colores y lenguajes de siempre. Los de ayer, antier,
hace un semana, esos que te empujan y montan en el ómnibus. Te bajas y caminas
unas cuadras.
Por fin llegas a la oficina, a cualquiera de esta ciudad,
y miras la pared o el cristal. En grandes letras dice, horario: 8:00 am a 5:00
pm. Recuerdas que "A quien madruga Dios le ayuda". Dentro no está la
recepcionista. Tampoco ha llegado la persona que buscas y te marchas con un
deje de decepción en el rostro. Un problema sin resolver. Vas a la librería y
el cartel de Cerrado te deja sin libros.
No siempre es tan sencillo como llegar a la parada. Otras
veces te despiertas cuando aún está oscuro; vives lejos del centro urbano.
Después de horas de viaje, descubres que el médico no vino a la consulta o si
lo hizo llega tarde. Tras él, una sarta de amigos y primos con jabitas o sacos
en las manos. Ni hablar de cuando no hay agua donde el estomatólogo, y la culpa
cae al piso como de costumbre. Quizás sea por la falta de precipitaciones en
los últimos meses.
Tal vez necesitas comprar un artículo en una tienda
recaudadora de "divisas". Entras, observas y no encuentras. Decides
averiguar con la trabajadora más cercana. Está conversando con otra.
Respetuosamente pides permiso, no te escuchan, vuelves a intentarlo. Entonces,
te mira con cara de enojo y grita "No ves que estoy hablando, cuando
termine te atiendo". Te vas maltratado y contagiado de ese mal humor que
reina entre las personas que deben sonreír y atendernos. Al parecer las
sonrisas son un producto exclusivo, no todos pueden adquirirlas. Y así una y
otra vez...
Vuelves a casa. Tu madre pregunta si resolviste algo.
Triste, respondes que no había llegado, no estaba, no quiso atenderte Nadie.
Porque Nadie somos todos y ninguno, la personificación de nuestra sociedad.
Nadie, no cumple sus horarios. Llega cuando quiere y
alega que la culpa es del transporte. Cuando le apetece sale a caminar, toma un
café, deambula por las "tiendas" y regresa o no. Y en ese tiempo,
olvida que tú, yo, Alguien le espera. Conversa sobre la última novela, el catarro
de los niños, la fiebre del perro, la libreta de abastecimiento. Elude sus
responsabilidades porque cobrará lo mismo a fin de mes. Un sueldo exiguo que no
le da para comer, vestir, divertirse y atender sus muchas necesidades.
Pasan los años y en nuestra conciencia se instala la idea
de que no afectamos a los demás con nuestro proceder. Creemos que somos buenos
hijos, hermanos y padres. Pero, ¿somos buenos ciudadanos? No, no lo somos.
Nuestras prácticas cotidianas lo afirman.
Y si estás leyendo, de seguro has encarnado a Nadie y a
Alguien en alguna ocasión. Has dejado tus ocupaciones a un lado y esperado en
vano por la negligencia de otros. Solucionar este dilema, no solo está en las
manos de quienes ejercemos esta dualidad de caracteres. Pero, podríamos empezar
por revivir nuestra rabia cuando no se nos atiende, calzarnos los zapatos del
otro y estar ahí. No es hacer el tonto, es cumplir con lo que nos toca.
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